lunes, 19 de octubre de 2009

Sobre ser chef y cocinero

Extraño mis clases de cocina, básicamente porque es muy divertido contestar preguntas como si uno fuera un doctor explicando una enfermedad. He contado con muy buenos alumnos, curiosos y bastante apasionados y ha sido un intercambio estimulante e interesante para todos. Hace ya unos buenos meses que no doy una clase y extraño ese intercambio directo, ese sentido real que me gusta transmitirle a los alumnos sobre cocinar y ser cocinero.

Decía el famoso chef de Ratatouille, Auguste Gusteau, que cualquiera puede cocinar. Sin duda el épico crítico de cocina Anton Ego (su nombre es para mí el mejor epíteto de la historia) matizó de manera magistral esa afirmación al decir que no cree que cualquiera puede cocinar, pero que un buen cocinero puede provenir de una fuente inesperada. Esa idea me ronda siempre al escribir una receta o un texto sobre cocina, al dar una clase, al cocinar en mi casa lejos del glamour que la gente presupone que hay en una cocina profesional. ¿Qué es ser chef? Claramente no es glamour, ni la vida transcurre en una cocina inmaculada y llena de electrodomésticos de diseño, como algunas películas y programas de televisión hacen creer; no es tampoco un oficio indigno y sucio, es un oficio en el que sin duda, pienso yo, debe haber un nivel de masoquismo y una tendencia a la obsesión. En un chef hay un respeto profundo por la cocina, así como simultáneamente un odio por la rutina, esa que es la que le permite al mismo tiempo la satisfacción de ver una sonrisa en su comensal (que por supuesto, muchas veces, es uno mismo). Hay una contradicción abismal y es en esa contradicción que el mundo para un chef tiene sentido.

No estoy teniendo una crisis, de hecho nunca había sido más feliz de ser chef. Tal vez porque he comprendido que tengo un poder en mis manos, un poder en mi boca, en mi espalda adolorida, en esas ollas que detesto lavar al final de mi trabajo. Y porque me descubro sonriendo ante una idea, en la ducha o en frente del computador; porque me encuentro obsesiva y me gusta, porque abrazo el masoquismo y lo uso para hacer sonreír, pero sobre todo porque veo un chefcito en potencia en todo el mundo (bueno hay excepciones) porque he descubierto que el conocimiento que tengo, lo tienen todos por ahí, unos más a flote que otros, pero todos pueden acceder a él. El camino hacia el éxito, ese sí lo labra cada cual.

Bueno, pues aunque sí me parezca que cualquiera pueda cocinar, porque, no nos digamos mentiras, todos tenemos que comer, no todos cocinan con pasión y obsesión, y no tolero esa maldita frase de cajón de... es que no me queda tiempo. Acepto que a no todo el mundo le guste o le nazca, pero, ¿tiempo?, ¿en serio? Hay que comer y bien. Lo de la fuente inesperada es una reflexión sobre la obsesión, sobre una característica marcada que pienso que diferencia a los wannabes de los que cocinan de verdad. Los que se atreven, los que se untan y aunque les toque lavar una cocina inmunda y pegachenta, se sientan a comer y lo gozan o pasan un plato con una sonrisa interna (es interna y uno se sonroja con el cumplido) y luego observan en silencio como los demás comen.

La escena que inspira esta entrada es el übersexy Doctor House, luego de su rehabilitación numero mil de Vicodín… En la escena que más he disfrutado de su serie, el House reemplaza su dependiencia a las pepitas del tarro naranja, por la cocina. Va a una clase con su inseparable y pisoteado amigo Wilson y luego de burlarse de ese hobby snob que constituye para él la clase de cocina de ejecutivos en delantal, entra en un high de cocina italiana que me tuvo al borde de un ataque mortal de risa. En el primer contacto, el Dr House cumple mi fantasía de preparar albóndigas; no lo hace por placer y resuleve el humo que sale inminentemente de su sartén usando su conocimiento sobre la coagulación de la sangre con un poco de ácido. Pero eso no es lo mejor, luego de esa clase House se descubre cómodo en la cocina de su casa (o sea la de Wilson) y se aventura a cocinar recetas elaboradas: revuelve lentamente un ragú de buey y salchichas de cerdo, enrolla sobre un perfecto mesón de madera unos gnocchis… la cocina se vuelve terapia. Nadie se resiste a ese sabor. Por supuesto que a él se le vuelve una obsesión (sería un gran chef) y usa lo que conoce para ayudarse (prepara algo con una jeringa)… llega al punto de no dormir. Bed is for sissies, reza. Lo mismo digo yo.

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