miércoles, 18 de noviembre de 2009

Recuerdos de Thanksgiving

Hay mucho que agradecer en la vida. Para mí la mejor manera de agradecer es diseñar, preparar y compartir una comida, disfrutar la preparación previa, planear y crear, lidiar con los imprevistos inevitables de cocinar, hacerlos parte de mi día y sentarme exhausta a disfrutar de buenos sabores y buena compañía. Beats the church and its guilt driven thankyou.

Este año así será, espero. Sin querer decir que no hubo felicidad antes, este año la he entendido y la he gozado en la mas íntima de las maneras, en mi casa con mis cosas. En regar mis maticas, en mi café de terraza (con cigarro), en comerme un  pan de banano hecho para no botar el banano maduro (resultado inevitable de vivir solo y amar el banano es que no alcance uno a comérselo antes de madurar en extremo) en escribir recetas y vivir de mi pasión en la vida que es cocinar. Po eso estoy diseñando un thanksgiving mio. Hace días que ando sumergida en lecturas maravillosas sobre pavos y salsas, chutneys y rellenos. Y aunque en Colombia no se celebre el día de acción de gracias, lo cierto es que quiero celebrarlo. Es una excelente tradición, tal vez con otros propósitos, sobre todo culinarios, pero también es justo dar gracias por un año lleno de cosas magníficas.

Mi rimer thanksgiving fue en Bogotá 2002, en la casa de una amiga especial que me dio la oportunidad de sumergirme en mi preciada profesión antes de irme a estudiar. Se hizo un pavo espectacular (lo hizo su esposo gringo y me acuerdo que tenía un relleno de arroz salvaje, hongos y cranberries)  y me acuerdo por supuesto de ese pie de calabaza que nunca había probado y que hoy tanto añoro. El thanksgiving sin duda se me hizo entonces un ritual necesario una vez al año para dar gracias y para cocinar mucha comida deliciosa.

El segundo, y en el que tomé por primera vez parte del ritual como cocinera, fue en la casa de Joe, un crush/ amigo/ perro/ cocinero con suerte que me invitó a su casa "all american" en Connecticut en el 2005, un mes antes de mi grado. Mucho drama personal hizo que esa celebración fuera siginificativa para mi existencia y que aunque me sintiera como un trapo por escoger entre mis amigos, quisiera mucho más a dos hombres que hoy aun son mucho más que unos conocidos que preguntaron sin tapujos como era posible que una colombiana fuera su tutora en inglés en la universidad. Fueron mi familia y en ese sentido, esa invitación me hizo sentir, estando lejos de mi casa, en casa (es cursi, pero ni modos, fue clichesudo el encuentro).
Desde que nos levantamos, mientras Joe dormía en su cama de infancia, Tim (mi otro gran amigo)  y yo nos fumamos unos cuantos cigarrillos mientras hacíamos un ridículo plan de preparación y botábamos corriente en unos escalones de puerta trasera llenos de nieve que siguen siendo mágicos para mí (la nieve me pone hipersensible, y qué). Planeamos muchas salsas y acompañamientos, puré de papas con ajo (sin ajo era sacrilegio para ambos), puré de batatas, habichuelas con piñones y mantequilla quemadita), salsa de cranberries, gravy de pavo, maíz con crema (nunca había comido algo más sutil y delicioso), relleno con pan salchicha andouille y manzanas verdes, quesos con frutos secos, oporto y pinot noir oregoniano...  pie de calabaza, miel de maple en algo... era una empresa ambiciosa. Pero nuestra.  La casa de Joe empezó a llenarse de mesas auxiliares con manteles de colores, mesas para los niños y los adultos en el comedor, la cocina, los pasillos y las salas. Una vez levantado el bello durmiente (cuando dormía en mi apto me tocaba literalemnte jalarle las patas para que se parara de la cama al medio día) llenamos la cocina de ollas, sacamos los cuchillos y los utensilios y bailamos por horas, poco a poco tachando items de la lista de estudiantes sumamente confiados en sus habilidades. No comimos nada, tomamos Bushmills y vino como locos y esa otra prenda, ese high alcohólico, no impidió que produjéramos una comida excelentísima.
El pavo principal era groseramente grande, pero además teníamos otro para "jugar". El más grande lo marinamos con mucha pompa, lo metimos en una salmuera, le pusimos hierbas y lo horneamos con mantequilla clarificada por horas mientras un olor increíble atraía cada cuarto de hora a un nuevo miembro de la familia Rinaldi. El segundo pavo fue víctima de un experimento popular en Estados Unidos que es fritarlo en un cilindro al aire libre. La advertencia de seguridad era inminente e intimidante: de no hacerse bien, era posible que el pavo explotara y uno se quemara como si estuviera jugando con pólvora hechiza (para dar una referencia colombiana), así que lo hicimos frente a la cocina en un espacio "ideal" para tan riesgosa empresa (juro que la casa de Joe era igualita a la de american beauty en donde todo es perfecto y hay espacio para 5 carros, jardín de hierbas y tulipanes, cocina monumental, tres cuartos extra para invitados con quilts perfectos, una sala para ver football y fumar cigarros cubanos...) . Joe, a pesar de ser un perro jodido y a veces, debo decirlo, malparido, contaba con una suerte de estrella de Hollywood, así que por supuesto armó la vaina en segundos y el pavo le quedó AMAZING. Mientras ambos pavos se cocinaban, creamos frenéticos los contornos de semajante delicia, con una ayudita de la mano criminal que se nos dio por tener justo antes de graduarnos. Memorable (otra magdalena) una tabla de quesos artesanales gringos. 
El pavo lo tajó el patriarca Rinaldi, y nosotros, demasiado ebrios de felicidad por alimentar a los demás - complejo de cocinero- ya no podíamos de comer. Llenamos los platos de 40 personas con 5 o 6 preparaciones distintas (el juego de textura y color es otra razón más para amar esta tradición regringa).
¿El resultado? Es verdad que esa cena a deshoras (para nosotros a las 5 no es hora sino de bizcocho o roscón y colombiana) dura una eternidad sobre todo si uno solo llena su copa de vino y más vino mientras ve como la gente literalmente se llena de comida y procede a un sofá a hacer una digestión que solo puede ser interrumpida por un tedioso y reculo partido de fútbol americano. Nosotros los cocineros sabíamos qué era lo más rico de las bandejas que poco a poco se vaciaban, por lo que dejamos que todos se llenaran y mientras tanto tomábamos en silencio y "con despacio": las piernas del pavo y una tabla grosera de quesos robados que trajimos de contrabando cortesía de American Bounty y de nuestra muy costosa educación culinaria, vendrían "al rato" (paréntesis para decir que me parece increíble que Chef Eisenhower nuestra estricta chef en jefe, igualita a la pequeña Lulú, perversa pero justa, furiosa pero excelente profesora, habría armado un escándalo de proporciones épicas si hubiera visto el gramaje y la calidad de quesos que "tomamos prestados" de la despensa inmaculada del restaurante). Nuestra cena vino horas después. Los del clan Rinaldi, una típica familia italonorteamericana llena de hombres altos, atractivos y ojiclaros, nos aplaudieron, llegaron hasta los vecinos... nosotros ya estábamos más allá del bien y el mal, pero admito que el poder y el éxito fueron maravillosos para mi confianza como cocinera.

Hace un año hubo otro pequeño pero siginificativo Thanksgiving en la casa de Mariana, para darle gracias a la vida por los niños, y por muchas otras noticias positivas que cada vez son más y más seguidas. Huo regalos anticipados de matri, celebraciones de trabajos y logros, y 6 amigas brindado porque la vida es muy buena. Hicimos una comida modesta y corta, pero todavía me acuerdo de chuparme los dedos comiendo esa combinación tan espectacular de pechuga de pavito con salsa de cranberries. Comimos un relleno de chorizo con manzanas, papas en cacerola con sour cream, un gravy tradicional, y habichuelines, y de postre una deliciosa panacotta que hasta la fecha Tico ama. Fue muy lindo. Durante todo el evento Vicente, que tenía  apenas unos días de nacido, dormía,  y su mamá daba las gracias.

Y este año, pues amerita algo más grande y pomposo. Fotos e impresiones en un próximo post. Por ahora le doy gracias a la vida sobre todo por permitirme vivir mi cocina.

sábado, 7 de noviembre de 2009

Libros de cocina. Ad Hoc at Home. La última Cena.



Me encanta comprar libros de cocina y leerlos cuando quienes los escriben sienten pasión por lo que hacen; los textos siempre terminan por decir lo que ya sabemos, pero que muchas veces damos por sentado: La cocina es un placer.

Este año he tenido la fortuna de comprar y leer (quiero pensar que escribir también) una cosecha extraordinaria de libros, encabezados por Cerdo y yo, un libro acolchado que respeta y glorifica su tema, el cerdito, que juega con su delicia y produce una sonrisa hasta en un vegetariano. Seguidos por el magnífico códice de Michael Ruhlman, Ratio, un libro que realmente define la cocina en fórmulas y nos fuerza a crear recetas, a experimentar; pasando por los dos tomos de The Art of French Cooking de Julia Child, la famosa chef y gigante gringa que nunca encajó, fue tal vez una de las primeras en tener una filosofía de cocina que buscaba hacer más placentera la cocina cotidiana aligerando esa idea de que los chefs son del Cordon Blue y su trabajo es inalcanable. Tal vez su torpeza corporal la ayudó a llegar a la conclusión de que no es tan grave untarse, dejar caer algo al suelo, quemar la comida, etc. En su programa de televisión varias veces decía ese famoso y muy usado uuuuups cuando la televisión era en vivo y si algo pasaba, tocaba reponerse al instante (as opossed to a certain someone). Estos dos tomos enormes como su autora (las colaboradoras me importan un bledo) son la prueba de la filosofía de Gusteau, el chef muerto de Ratatouille, con la ventaja de que a la vez que simplifica esa mítica cocina a la antigua, la condimenta con consejos y razones; una vez más, la cocina es cuestión de apropiarse de las recetas y hacerlas nuestras.


Por último está el libro responsable de este Post: Ad Hoc at Home, de Thomas Keller. Este es un libro que quisiera haber escrito (escribí mi versión) y que quisiera comprar en cantidades industriales (imaginen un container bien pesado) para regalar a los que más quiero, porque es puro amor por la cocina. Tal vez lo más conmovedor del libro de Keller no sea la redacción personal pero a la vez profesional de las recetas (que me parece acertadísima: dice en sus recetas, a two finger pinch of salt, forzándome a mirar mis dedos, y eso me encanta), los momentos bombillo o las fotos espectacuares de ingredientes y recetas. Lo más lindo es que luego de la introducción, Keller tiene el gesto más bello del mundo: comparte con nosotros, sus lectores, la receta que le preparó en la última cena a su papá, quien literalmente murió con la barriga llena y el corazón contento. Había leído en el NYT que Keller vivía al lado de su papá y que cumplió su último deseo, ese que es inevitable pensar cuando se es cocinero de llevar en un plato una plétora de emociones, tal vez demasiado íntimas, poéticas y catátricas: la cena antes de la muerte. Por supuesto que idealmente ese momenro debería ser íntimo, preparado por y para nosotros en soledad; pero llevarla a otros, en mi opinión, debe ser la satisfacción más grande, sobre todo si se trata de alguien a quien conocemos y a quien podemos complacer quizás tanto más que si lo ayudamos a morir con dignidad. Mi visión de la muerte, debo aclarar, no es de sufrimiento sino de descanso, y no creo que ser un vegetal haga sentir mejor a nadie; quiero morirme comiendo, o durmiendo después de una comida maravillosa. Vivimos en una sociedad que no celebra esa iluminada certeza de morir tranquilo, y que siempre reprocha valentía y seguridad; pero qué bonito poder llenar esa barriga antes del sueño eterno, pienso yo.

La última cena varía mientras pasa el tiempo, se refina cuando estamos en el pico de nuestra existencia (cuando creemos que somos capaces de todo), y vuelve a lo que debe ser: lo más simple, lo que nos hace sonreír, lo que inevitablemente nos produce paz y aceptación. Creo que el gesto de hacerle a su padre su comida favorita, es la mejor manera de amar y homenajear, de honrar esa relación y de entender la muerte. Dice Keller, dando su primer consejo bombillo: "The first lightbulb moment I want to offer is one I was lucky to realize in time, and hope others will too. It my seem obvious but it's worht repating: take care of your parents."

Y digo yo, I will take care of mine (la familiua para mí es mucho más que sangre). Y de paso, porque me conozco y me quiero, of myself.