jueves, 15 de julio de 2010

El helado prometido.

 
Ayer mi gran amiga protestó porque había abandonado este blog (lo pasé a Tumblr http://chefjulianin.tumblr.com , pero creo que seguiré con los dos, para no perder esta costumbre de entradas largas y porque este fue el original). Y esta entrada es para ella, porque hoy cumple años, la recontraadoro y puedo decir que hemos compartido demasiadas comidas y recuerdos en la vida.

La primera memoria gastronómica que tengo de Natalia, es divina. Cuando éramos niñas bogotanas nos encantaba jugar a la playa en la alfombra del apartamento de mis padres. Para sentirnos aún más tropicales, aparte de ponernos vestido de baño y abrir una sombrilla grande con el logotipo de Santafé (amerita una explicación aparte, que no viene al caso) hacíamos un picnic. Lo más tropical que se nos ocurría -y que había al alcance- eran mandarinas. Así que procedíamos a echarnos en la playa urbana a comer mandarina y hablar mierda, costumbre que por cierto sigue vigente hasta hoy. Acompañábamos ese banquete seudo tropical con las originales papitas Crunch, esas de paquete amarillo y con yogurt Applause. Mi papá nos servía de alcahueto para que una vez el frío no nos dejara jugar más, nos pusiéramos la piyama y ella se tuviera que quedar a dormir en mi casa.

Me acuerdo también que la mamá de Natalia, una excelente cocinera y especialista en pandebonos, pandequesos, panes, ponqués y demás delicias, le mandaba dulces especiales, sin azúcar al colegio, así que mientras yo recibía azúcar en forma de mentas ítalo de color pastel  y chocolates suizos, ella tenía su tarro de sugar free,. Nunca se me olvidará.

Y con Natalia he viajado. He comido rico, en México sobre todo, cosas inolvidables como unos tacos a las 5am (yo no recuerdo lo ebria que estaba pero nunca, nuca olvidaré esos tacos de carnita), he cocinado y he experimentado desde la cosa más cula, hasta un buen pato al horno. Hemos comido rico.

Hace un par de años, gracias a un comentario de charla casual, me dio la oportunidad de escribir mi primer libro de cocina. Tal vez ha sido una de las cosas que más he disfrutado en la vida, sobre todo porque en el proceso descubrí de lleno una voz personal, que no puede desligar lo que se siente de lo que se cocina. Natalia me corroboró la posibilidad de cocinar para alguien, de hacerlo con cariño, de disfrutar ese guiño al otro que es la ejecución de una receta. Y el día del lanzamiento del libro le hice una promesa que hasta hoy no he cumplido a cabalidad. La primera comida que le hice cuando volví graduada con cartón de chef incluyó un helado de limón y albahaca que le encantó, y que le prometí regalar en toneladas y toneladas. So far, NOTHING. Mea culpa. Pero siempre hay lugar para reivindicarnos en la vida.

Esta es la receta:

Helado de limón y albahaca

2 tazas de agua
2 tazas de azúcar
La ralladura de 8 limones
2 tazas de jugo de limón fresco
1 atado de albahaca
En una olla poner a disolver el azúcar en el agua. Agregar la ralladura de limón y dejar cocinar hasta que hierva y espese un poco. Retirar y poner a enfriar en un baño invertido.

Hacer el jugo de limón y licuar con la albahaca. Colar y mezclar con el almíbar frío. Llevar a la nevera o al congelador un rato. Pasar por la máquina de helados hasta lograr una consistencia de sherbert y llevar de nuevo al congelador. Servir en copas, con albahaca en julianas.

Natalí, sobra decir que te quiero.

viernes, 29 de enero de 2010

El bulli se reinventará. Quiero ir antes y después.


Siento mucho desaparecer, pero en inactividad (vacaciones) no soy fructífera; cuando me ocupo, me enciendo.

Sobre uno de mis héroes cambiando su rumbo.

"Please accept my resignation. I don't want to belong to any club that will accept me as a member."- Groucho Marx

La noticia que más me ha impactado esta semana es el anuncio inminente del cierre del Bulli, el mítico restaurante español que desafió al mundo hace ya más de una década y de alguna manera una de las razones por las que estoy acá escribiendo sobre cocina y no dando clases de literatura a pubertos desagradecidos.

El Bulli no cierra del todo, sí por unos años. Adrià, su cabeza, se declara en la necesidad de un sabático para reinventarse y el efecto inmediato es que todo el mundo ignore sus razones, su explicación y sus motivos y se angustie (todo el mundo asumió que era para siempre, y se apresuró a gritarlo en la prensa y en las redes sociales). Pero lo de Adrià en realidad es agotamiento de la fórmula y una gran conciencia evolutiva; es una decisión sumamente inteligente y honesta; es tiempo de cambiar.

Como seguidora de sus carrera he notado que Adrià pasó de ser una especie de genio incomprendido a una figura mediática, al mismo tiempo que su discurso culinario pasó de una especie de surrealismo en el plato a una reflexión sobre la desconexión del comensal promedio con su alimento. Adrià se da el lujo de asistir a bienales de arte y hacer parte de instalaciones de vanguardia, así como de dictar charlas a estudiantes que lo veneran tanto como en su momento se idolatró a Escoffier y a los chefs de la Nouvelle Cuisine; pero además participa de un mundo que piensa en la alimentación y lanza sus teorías. Ese mundo, me atrevo a afirmar, es la razón de reventar esa locura maravillosa que estableció en el Bulli y de buscar el sentido en otra cosa. Su anuncio tiene que ver con su trabajo investigativo, ese que juiciosamente hace en su laboratorio, y, gracias a este mundo globalizado (inserten ironía) y a su diálogo con un amplio mundo que está construyendo gastronomía con seriedad, está destapando el verdadero quid del asunto: hay que preocuparse porque no sabemos cocinar, no sabemos escoger los alimentos, no tenemos esa relación primordial que una vez hubo con la vida y el fuego y, sin eso, lo demás es una vanguardia que tiende a extinguirse. Estamos viendo una búsqueda de estabilidad luego del caos.

Hace poco vi una charla que Ferrán (mi amigo imaginario jajajaja) dio en la CIA (no precisamente la agencia de inteligencia) para aceptar que lo declararan chef del año; lo vi jovial y musitando una que otra palabra en inglés digno de Uribe (o sea, pésimo). No llevó su última tecnología sino que hizo un recorrido nostálgico y retrospectivo.  Su charla que consistió en hacer espumas y pastas sin pasta,  solidificar un líquido y congelar con nitrógeno (WOW is right) concluyó con un tono nostálgico que da la edad y la experiencia, que hay que divertirse en la cocina. Tuve un presentimiento de que no era el mismo loco retratado con una chaqueta de chef más cercana a la camisa de fuerza que al uniforme cotidiano de miles de hormigas y también apasionados. Ayer supe que ya debía llevar masticando esa idea de reinventarse, porque esa nostalgia lo invadía y se veía en su mirada y en su barriga que invade ese uniforme antaño holgado; parecía que todo aquello de lo que renegó en un principio ya no  era válido, que el espacio cerrado y übermisterioso se desvanecía en pro de algo distinto. Adrià cambió cuando se sintió aceptado. Y su cocina cambió, se hizo popular y perdió esa esencia de crear es no copiar. Es por eso que necesita nuevo aire. Lleyó tal vez a Michael Pollan y a Mark Bittman, tal vez traducidos a castellano o catalán, o de pronto llegó a su conclusión solito, pero sin duda llegó a un momento en que jugar a Picasso o Dalí en el plato no era suficiente. Por eso tiene sentido que cierre. Creo que el siguiente paso para su comida y su filosofía una vez descanse, piense y trabaje sin presión, es tratar de llegar mucho más lejos que un pueblito recóndito en Cala Montjoi, unos libros-objetos-fetiches y unas bienales llenas de freaks. Creo que viene la era de la recuperación de lo perdido, ese sentido básico de comer con conciencia. Eso no quiere decir que lo otro no sea genial.

Me parece desafortunado no tener mejor acceso a las reservas del año que viene (sin teléfono no hay más remedio que mandar un “emilio” y esperar a ver si nos ganamos la lotería) pero haré todo lo que esté a mi alcance por reservar y vivirlo antes de la reinvención. ¿Porqué? Bueno, en principio no se trata sólo de calmar la gana de ir al mejor restaurante del mundo según una revista, sino de su increíble planteamiento de entender la comida como una experiencia estética, como mucho más que pagar los 300 euros y poder ver por una rendija o si uno está de suerte de cerquita a ese genio que todos han tenido que reconocer. Adrià cambió la percepción que tenía de la comida, y al mismo tiempo, con el paso de los años y de la experiencia, la superó.